Ayer fui a visitar a Leo. Creo que no lo hacía desde la pandemia. Cuando me quedaba de camino al trabajo, iba mucho más seguido. Con Ger teníamos que hacer tiempo mientras esperábamos que se haga la hora para mi turno en Eleven. A él se le ocurrió que podíamos pasar por la feria de ropa que hay los fines de semana en Chacarita, pero estando ahí me di cuenta que no le había contado mucho sobre el chico más gracioso que conocí en mi vida y el grupo maravilloso de amigues que me acompañó en la primera parte de mis 20s. Personas que luego de invocarlas en mi memoria, me hacen sentir obligado a lanzar un deseo al universo para que la vida siga siendo tan amable con ellas como ellas lo fueron conmigo.
Antes de entrar al cementerio de Chacarita tuve que comprar un ramo de flores bien mariconas para cumplir con el ritual que sostengo hace casi once años. Nada muy alejado de lo que hace todo el mundo, solo son un conjunto de acciones que le dan cierta sensación de rutina a algo que en su momento me parecía imposible acostumbrarme. Cuando llego al nicho familiar, me gusta atar el ramo de flores en la manija. Luego dejo dentro dos colillas de cigarrillos. Una es del pucho que me fumo mientras le cuento las novedades desde la última vez que fui a verlo (aunque esta vez se trató de presentarle a Germán) y la otra es del pucho que dejo que se consuma con el viento. Alguna que otra vez le dejé una cartita, pero siempre prefiero charlar con él e imaginarme lo que me contestaría. Tengo mi propio chatGPT mental que nunca dejo de entrenar con las voces y los pensamientos de los que ya no están.
Germán no lo sabe, pero tuvo mucha suerte de haberme conocido viejo y sensible. Me largo a llorar por absolutamente todo y ni siquiera hago el mínimo intento por disimularlo. Me encanta emocionarme porque fueron demasiados años de posponer cada uno de mis sentimientos y los problemas que vienen atados a eso. Creía que podía poner las angustias en una cajita arriba de un estante y atenderlas cuando yo quisiera… pero esas estanterías tienen un límite. A veces la tristeza se vuelve tan insoportable que terminan viniéndose abajo por el peso. Y ahí quedas vos, sepultado e inmovil por quién sabe cuánto tiempo. Nadie te avisa que la procrastinación emocional es la más peligrosa de todas las procrastinaciones.
Cuando Leo murió yo estaba en mi peor momento. Era capaz de meterme cualquier cosa que me diera un poco de energía para seguir reforzando esa estantería llena de tristezas que no quería sentir. Ya no me importaba nada: martillaba clavos con la cabeza mientras peinaba líneas con las manos. Tenía el corazón tan anestesiado que al llegar al cementerio le dije a los chicos que no se les ocurriera hacer escenitas de llanto ridículas hasta que se fuera la familia, que no teníamos que ser una carga para ellos ese dia, que habían perdido un hijo y que sería una vergüenza absoluta hacer que nos consuelen a nosotros, que había que ser fuertes. Sí, me estaba convirtiendo en una persona espantosa. Me cuesta hacerme cargo de ese momento. Cada vez que revivo esa escena en mi cabeza aparezco afuera de mi cuerpo. La veo de lejos y hasta me dan ganas de gritarle a mis amigues que me escupan o que me metan un bife, a ver si eso me acomoda un poco las ideas. Me cuesta aceptar que intenté arrastrar a la gente que más quería a esa manera tan retorcida de transitar la tristeza.
Cuando la familia se fue, solo quedamos los más chicos. ¿Alguna vez estuvieron en el entierro de una persona joven? El paisaje resulta absurdo. Nos correspondía estar ayudándonos en la mudanza a nuestro primer departamento o durmiendo borrachos e incómodos en una casa con decoración de abuela en el partido de la costa, pero no ahí, no entrando de a dos en un nicho familiar para despedir a uno de los nuestros.
Yo ya conocía el llanto de mis amigues por algún desamor mezclado con un pedo triste, pero esto sonaba distinto, era más parecido a un grito gutural provocado por la seguridad de saber que nunca nadie te va a volver a hacer ahogar de la risa como lo hacía el chico más gracioso del mundo. Porque si me preguntan dónde extraño a Leo, no me queda otra que señalarme la panza como a un nene chiquito al que le preguntan dónde le duele. Leo era ese entumecimiento abdominal que uno siente en paralelo a esas carcajadas que te quitan el aire. ¿Cómo no va a dolerme no volver a sentir ese dolor?
Del cementerio vinieron a avisarnos que era hora de cerrar el nicho. Todos habían tenido su momento, menos yo. Yani me agarró de la mano y me dijo que si no entraba con ella, me iba a arrepentir. Entré para darle el gusto, no lo sentía necesario, pero cuando estábamos ahí dentro me dijo que todos estaban preocupados porque no me habían visto llorar todavía. Y estaban seguros que había sido así porque en ningún momento me había quedado solo, no había posibilidad de que lo hubiera hecho a escondidas.
-¿Sabés qué pasa, Yani? El otro día no tuve mejor idea que abrir nuestro último chat. Leo me había puesto “amigo, feliz día”. Yo estaba en una, re quemado entre laburos y resaca. Sabía que nos habíamos saludado el 20 de julio así que lo ignoré, no sé qué pelotudés estaba haciendo que consideré más importante. ¿Vos entendes que capaz se murió creyendo que yo no lo consideraba mi amigo y que por eso no le contesté?
Creo que hice el mismo puchero que hacen los nenes chiquitos mientras confiesan que se mandaron una cagada. En ese momento, Yani me puso una mano sobre la espalda y me dijo que podía aprovechar para contestarle. Me dio pánico porque sentía que el estante estaba por reventarse contra el piso, sentía que iba a terminar llorando hasta por esas clases de gimnasia dónde fingía que no me afectaba que siempre me eligieran a lo último, pero también sabía que no iba a existir un mejor momento para dejar que todo caiga.
-Feliz día, amigo. Perdón por no haber contestado, estaba en una.
Comencé a llorar desconsoladamente y Yani no sabía cómo reaccionar. Intentó volver a ponerme una mano sobre la espalda, pero apenas vi el movimiento de su brazo atiné a salir corriendo para que nadie me viera. Se ve que mi cuerpo también estaba cansado de huir en la dirección contraria a mis sentimientos porque enseguida mandó la orden de aflojarme las piernas y hacerme caer de rodillas. Empecé a sentirme sepultado e inmovil casi instantáneamente, pero cuando me animé a sacarme las manos de la cara, me di cuenta que era porque tenía a todos mis amigos encima, fundiéndose en el abrazo más hermoso que alguna vez me hayan dado. Ese día ellos eligieron hacer un techito para protegerme de la estantería que se me venía encima. Y aunque haya pasado más de una década, recordarlo todavía me emociona. Porque todo ese tiempo que se sentaron conmigo en el piso a recoger y ordenar esos sentimientos con olor a viejo que se habían estrellado contra el piso, es la razón por la que sigo acá, es la razón por la que pude conocer a Ger. Pero más importante, es la razón por la que pude pasar una tarde hablándole sobre el chico más gracioso del mundo.
La amistad nos salva y también nos hace eternos.
Seamos amigos. Seamos eternos.
Nunca me canso de ser la persona que está del otro lado.. 💗💔
me partió leer esto 💔